viernes, 12 de enero de 2007

Dios, el virus y el hombre


El anciano de barba blanca estaba agotado; en los últimos días se había dedicado a crear el universo, con sus millones de planetas y estrellas. Se ocupó él mismo de cada detalle, viajando a través de las galaxias, dotando de vida a ciertos planetas que juzgó los elegidos. Era, sin embargo, un creador nato y le restaba aún algo de inspiración. Decidió entonces iluminar con vida a a un último planeta, uno pequeño de la Vía Láctea.

Abrió su ordenador portátil; esta vez sería un computador quien haría el trabajo por él, para eso lo había inventado. Tecleó las instrucciones correspondientes: eligío mares, ríos, tierra firme, montañas, bosques, desiertos, nevados, volcanes, selvas, numerosas especies vejetales y animales -pensó que esta sería su más brillante creación-. Por último creó al hombre y lo dotó de inteligencia. El ordenador se encargó de ejecutar fielmente cada instrucción.
Justo en el momento final, un minúsculo código ejecutable se activó. El viejito estaba tan cansado que no lo notó. Un conjunto de instrucciones fue copiado sigilosamente en el ADN del ser humano, justo antes de sellarse. La orden oculta debería cumplirse tarde o temprano: AUTODESTRUCCION.

El procedimiento culminó con éxito. El viejito cerró su laptop y se dispuso a descansar, ahora sí satisfecho.

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